Emilio o la Educación - Jean-Jacques Rousseau | 1ª Parte


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             Los primeros llantos de los niños son ruegos; pero si nos descuidamos, luego se convierten en órdenes; empiezan haciéndose asistir, y acaban haciendo que los sirvan. De esta suerte, de su flaqueza propia, de donde nace primero la conciencia de su dependencia, se origina luego la idea de imperio y dominación; pero como esta idea menos la excitan sus necesidades que nuestros servicios, ya empiezan aquí a hacerse distinguir los efectos morales, cuya inmediata causa no se halla en la naturaleza; y por tanto se ve que ya, desde esta edad primera, importa reconocer la secreta intención que el ademán o el grito ha dictado.
               
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Pero es un abuso muy más importante y no menos fácil de precaver, el darse sobrada prisa a hacerles que hablen, como si fuera de temer que no supiesen hablar por sí propios. Tan imprudente premura produce un efecto directamente opuesto al que se quiere. Los niños hablan más tarde, con más confusión: la mucha atención que se pone en todo cuanto dicen los dispensa de articular bien: y como apenas de abrir la boca se dignan, muchos de ellos conservan toda su vida un vicio de pronunciación, y con confuso hablar, que casi ininteligibles los hace.
He vivido mucho tiempo con los aldeanos, y nunca he oído cecear a ninguno, ni hombre ni mujer, ni chico ni moza. ¿De qué proviene esto? ¿Están acaso construidos de otro modo que los nuestros sus órganos? No, pero están más bien ejercitados. Enfrente de mi ventana hay un terrado, donde se juntan a jugar los muchachos del lugar. Aunque bastante distantes de mí, entiendo muy bien todo cuanto dicen, y apunto a veces excelentes memorias, que para esta obra me sirven. Cada día se engaña mi oído acerca de su edad; oigo semblante de niños de tres o de cuatro. No he sido yo sólo quien esta experiencia ha hecho: los urbanos que vienen a verme y que consulto, incurren todos en el mismo error. Lo que a él da motivo es que hasta tienen cinco o seis años de una ama, no necesitan más que de gruñir entre dientes para que los entiendan. Luego que menean los labios, los escuchan con sumo estudio, les dictan palabras que repiten muy mal, y a poder de atención, estando siempre las mismas personas a su lado, adivinan antes lo que han querido decir que lo que han dicho.
En el campo es cosa muy diferente. No está sin cesar una aldeana al lado de su hijo, y este se ve forzado a decir con mucha claridad, y en voz muy alta, lo que necesita que le entiendan. En los campos, desparramados los niños, desviados de los padres, de la madre y de las demás criaturas, se ejercitan en hacer de modo que los oigan a mucha distancia, y a medir la fuerza de la voz por el intervalo que de aquellos de quienes quieren ser oídos los separa.

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            Discurrir con los niños era la máxima válida de Locke, y hoy es la más usual; pero me parece que no es el fruto que de ella se saca lo que debe hacerla muy apreciable, y yo por mí no veo cosa más tonta que esos niños con quienes tanto han discurrido. Entre todas las facultades del hombre, la razón, que, por decirlo así, es un compuesto de todas las demás, es la que con más dificultad y lentitud se desenvuelve: ¡y de ella se quieren valer para desenvolver las primeras! ¡La obra maestra de una buena educación es formar un hombre racional!; ¡y pretenden educar a un niño por la razón! Eso es empezar por el fin, y querer que la obra sea el instrumento. Si los niños escuchasen la razón, no necesitarían que los educaran; pero con hablarles desde su edad más tierna una lengua que no entienden, los acostumbran a contentarse con palabras, a censurar todo cuanto les dicen, a tenerse por tan sabios como sus maestros, a hacerse ergotistas y revoltosos; y todo cuanto de ellos piensan alcanzar por motivos de razón, nunca lo alcanzan sino por los de codicia, miedo o vanidad, que siempre hay precisión de juntar con ellos.

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