1ª Parte - Economía por J.E.S.

Aquí va la primera entrega de "los mejores pasajes (para mí)" del libro El malestar en la globalización de Joseph E. Stiglitz.

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DE CÓMO LAS POLÍTICAS EQUIVOCADAS MALOGRARON LA TRANSICIÓN
Ya hemos visto algunas de las formas en las que las políticas del Consenso de Washington contribuyeron al fracaso: la privatización mal hecha no llevó a incrementar la eficiencia o el crecimiento sino a la liquidación de activos a la decadencia. Hemos visto cómo los problemas se potenciaron por las interacciones entre las reformas, así como su ritmo y secuencia: la liberalización del mercado de capitales y la privatización facilitaron la salida de dinero del país, la privatización previa al establecimiento de una infraestructura legal propició a la vez la posibilidad y el incentivo para liquidar activos en vez de reinvertir en el futuro del país. Una descripción cabal de lo que sucedió a un análisis completo de los modos en que los programas del FMI contribuyeron a la decadencia del país ocuparían un libro entero. Sólo bosquejaré aquí tres ejemplos. En cada caso, los defensores del FMI alegarán que las cosas habrían sido peores sin sus programas. En algunos –como la ausencia de políticas de competencia- el FMI insistirá en que dichas políticas integraban el programa, pero Rusia ¡ay! No las puso en práctica. Es una defensa ingenua: dadas sus docenas de condiciones, todo estaba en el programa del FMI. Pero Rusia sabía que cuando llegara el momento de la inevitable charada en la cual el FMI amenazaría con recortar la ayuda, Rusia negociaría duro, se alcanzaría un acuerdo (no siempre sería cumplido) y la espita del dinero volvería a abrirse. Lo que contaba eran los objetivos monetarios, los déficits presupuestarios y el ritmo de las privatizaciones; el número de empresas que a habían pasado a manos privadas, no importaba cómo. Casi todo lo demás era secundario; y mucho –como la política de competencia- era virtualmente fachada, para rebatir a los críticos que decían que se estaban olvidando ingredientes importantes de una buena estrategia de transición. Como no dejé recomendar políticas de competencia más intensas, los rusos que coincidían conmigo, los que intentaban establecer una genuina economía de mercado, los que procuraban crear una efectiva autoridad de competencia.
No es fácil decidir qué destacar, qué prioridades establecer. Los manuales de economía con frecuencia son una guía insuficiente. La teoría económica dice que para que los mercados funcionen bien tiene que haber competencia y propiedad privada. Si reformar fuera fácil, bastaría con blandir una varita mágica y ambas aparecerían. El FMI optó por enfatizar la privatización, y despachó la competencia a toda prisa. Su lección acaso no fue sorprendente: los intereses empresariales y financieros a menudo se oponen a las políticas de competencia, porque ellas restringen sus posibilidades de ganar dinero. Las consecuencias de este error del FMI fueron mucho más graves que los meros precios elevados: las empresas privatizadas procuraron establecer monopolios y cárteles, para ampliar sus beneficios, sin disciplina de políticas antitrust efectivas. Y, como suele suceder, los beneficios monopólicos son particularmente seductoras para los que están dispuestos a recurrir a técnicas mafiosas para lograr el dominio del mercado o imponer la colusión.
El Modo en que la transición tuvo lugar en Rusia erosionó este capital social. Uno no se enriquecía trabajando duro o invirtiendo, sino empleando los contactos políticos para conseguir barata la propiedad estatal en las privatizaciones. El contrato social, que une a los ciudadanos y su Gobierno, se rompió cuando los pensionistas vieron que el Gobierno regalaba valiosos activos públicos pero afirmaba que no tenía dinero para pagar sus pensiones.
El énfasis del FMI en la macroeconomía –y en particular la inflación- hizo que dejara de lado los problemas de la pobreza, la desigualdad y el capital social. Cuando se le indicaba esta miopía, respondía: «La inflación es especialmente severa con los pobres». Pero su esquema político no estaba diseñado para minimizar el impacto sobre los pobres. Y al desdeñar los efectos de sus políticas sobre los pobres y el capital social, el FMI de hecho conspiró contra el éxito macroeconómico. La erosión del capital social generó un ambiente poco propicio para la inversión. La falta de atención del Gobierno ruso (y el FMI) hacia una red mínima de seguridad frenó el proceso de reestructuración, porque los más obstinados directores de fábricas a menudo veían que era difícil despedir trabajadores cuando sabían que no había casi nada entre el despido y los apuros más extremos, por no decir el hambre.
MÁS POBREZA Y DESIGUALDAD
Poco después de llegar al Banco Mundial, empecé a prestar más atención a lo que sucedía y a las estrategias seguidas. Cuando plantee mis reservas en estos asuntos, un economista del Banco que desempeñó un papel clave en las privatizaciones respondió acaloradamente. Citó los atascos de tráfico –y los muchos Mercedes– en las salidas de Moscú cualquier fin de semana durante el verano, y las tiendas repletas de lujosos bienes importados. Este panorama era muy distinto de los comercios vacíos y descoloridos típicos del antiguo régimen. Yo no disentía de que hubiese un número considerable de personas que se habían enriquecido lo suficiente como para provocar embotellamientos de tráfico o crear una demanda suficiente de zapatos de Gucci y u otros artículos de lujo importados como para que algunas tiendas prosperaran. En numerosos lugares de descanso en Europa los rusos opulentos han reemplazado a los acaudalados árabes de hace dos décadas. En algunos de ellos hasta los nombres de las calles aparecen en ruso además de en la lengua local. Pero un atasco de Mercedes en un país cuya renta per cápita es de 4730 dólares (como era en el 1997) es señal de enfermedad, no de salud. Es un signo nítido de que la sociedad concentra su riqueza en una minoría y no la distribuye entre la mayoría.
La transición en Rusia expandió significativamente el número de pobres e hizo prosperar a un puñado de ricos, pero a la clase media la aniquiló. Primero, la inflación agotó sus magros ahorros. Como los salarios no acompañaron a la inflación, las rentas reales bajaron. Los recortes en los gastos de educación y salud erosionaron aún más sus niveles de vida. Los que pudieron emigraron (algunos países, como Bulgaria, perdieron el diez por ciento de su población o más, y una fracción aún mayor de su fuerza de trabajo mejor preparada). Los brillantes estudiantes de Rusia y otros países de la antigua Unión Soviética con los que me he topado trabajan duro con una sola ambición: emigrar a Occidente. Estas pérdidas son relevantes no sólo por lo que comportan para los que viven ahora en Rusia sino por lo que permiten presagiar para el futuro: históricamente, la clase media ha sido fundamental para crear una sociedad basada en el imperio de la ley y los valores democráticos.
La magnitud del aumento en la desigualdad, igual que la magnitud y duración de la decadencia económica, sorprendió. Los expertos esperaban una expansión en la desigualdad, o al menos en la que se puede medir. El antiguo régimen mantenía las rentas similares porque suprimía las diferencias salariales. El sistema comunista, aunque no garantizaba una vida sencilla, evitó la pobreza extrema y mantuvo los estándares de vida con una relativa igualdad, suministrando un elevado común denominador en la calidad de la educación, la vivienda, la salud y los servicios de cuidados para los niños. Con el paso a la economía de mercado, quienes trabajasen esforzadamente y produjesen con tino cosecharían una retribución por su labor, con lo que algún incremento en la desigualdad iba a ser inevitable. Sin embargo, se esperaba que Rusia no se vería afectada por la desigualdad derivada de la riqueza heredada. Sin este legado de desigualdad heredada, la expectativa era de una economía de mercado más igualitaria. ¡Cuán distintas fueron las cosas! Hoy Rusia registra un nivel de desigualdad comparable con los peores del mundo, los de las sociedades latinoamericanas basadas en una tradición semifeudal*.
Rusia logró el peor de los mundos posibles: una enorme caída en la actividad y una enorme alza en la desigualdad. El pronóstico para el futuro es desolador: la desigualdad extrema impide el crecimiento, en particular cuando da pie a la inestabilidad social y política.
*Según una medida habitual de la desigualdad (el coeficiente de Gini), en 1998 Rusia alcanzó un nivel de desigualdad que duplicaba al de Japón, era un 50 por ciento mayor al de Reino Unido y otros países de Europa, y era comparable al de Venezuela y Panamá. Entretanto, los países que habían acometido políticas gradualistas, Polonia y Hungría habían logrado mantener bajo su nivel de desigualdad – el de Hungría era incluso inferior al de Japón, y el de Polonia inferior al del Reino Unido.
Así como los reformadores radicales de la «terapia de choque» alegaban que el problema de la liberalización no radicaba en su excesiva lentitud sino en su deficiente rapidez, lo mismo ocurría con la privatización. Mientras que la República Checa, por ejemplo fue alabada por el FMI, aunque vacilara, quedó claro que la retórica del país había sobrepasado sus realizaciones: dejó a los bancos en manos del Estado. Si un Gobierno privatiza empresas pero deja a los bancos en manos del Estado, o sin una regulación efectiva, ese Gobierno no crea las estrictas restricciones presupuestarias que llevan a la eficiencia, sino más bien una forma alternativa y menos transparente de subsidiar las empresas – y una abierta invitación a la corrupción-. Los críticos de la privatización checa argumentaban que el problema no estribó en que la privatización fue demasiado rápida sino que fue demasiado lenta. Pero ningún país ha podido privatizar todo de la noche a la mañana, y si un Gobierno intentara una privatización instantánea, el desenlace más probable sería el caos. La tarea demasiado ardua y los incentivos para cometer actos ilegales son demasiado acusados. Los fallos de las estrategias de privatización rápidas eran predecibles –y fueron predichos-.
Tal como fue practicada en Rusia (y también en demasiadas partes del antiguo bloque soviético), la privatización no sólo no contribuyó al éxito económico del país sino que socavó la confianza en el Estado, en la democracia y en la reforma. El resultado de regalar sus ricos recursos naturales antes de establecer un sistema para recaudar impuestos sobre esos recursos fue que un puñado de amigos y socios de Yeltsin se convirtieron en multimillonarios, pero el país fue incapaz de pagar a los jubilados su pensión de 15 dólares mensuales.
El ejemplo más egregio de mala privatización fue el programa de préstamos a cambio de acciones. En 1995 el Gobierno, en vez de acudir al banco central a por los fondos que necesitaba, acudió a los bancos privados. Numerosos de estos bancos privados pertenecían a amigos del Gobierno que habían recibido autorizaciones para construir bancos. En un ambiente con bancos poco regulados, las autorizaciones eran en realidad licencias para emitir dinero, para prestarse dinero a sí mismos o a sus amigos o al Gobierno. Como condición del préstamo, el Gobierno ofreció acciones de sus propias empresas en garantía. Entonces -¡sorpresa!- el Gobierno no pagó los créditos y los bancos se quedaron con las compañías en lo que cabe considerar como ventas fingidas (aunque las autoridades realizaron «subastas» de puro teatro) y unos pocos oligarcas se convirtieron en millonarios en un instante, el hecho de que carecieran de legitimidad hacía aún más imperativo que los oligarcas sacaran rápidamente el dinero del país, antes de que asumiese el poder un nuevo Gobierno que pudiese revertir la privatización o debilitar su posición.

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