3ª Parte - Economía por J. E. S.

Intro.

1ª Parte.

2ª Parte.

Después de acabar de ver ‘La vida de los otros’ decidí agregar otra parte más de esto que tenía pendiente. Se trata de la 3ª parte de lo que yo creo que es lo mejor del libro: El malestar en la Globalización de Joseph E. Stiglitz. He intentado también corregir algunos errores ortográficos y gramaticales según iba mecanografiando-copiando de las hojas que, con anterioridad, marqué con trocitos de papel de recibos.

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CONTAGIO

Si el contagio es un problema, es importante comprender el mecanismo a través del cual se produce, igual que los epidemiólogos, al afanarse en contener una enfermedad contagiosa, se esfuerzan para entender su mecanismo de transmisión. Keynes tenían una teoría coherente: la recesión en un país lo lleva a importar menos y esto daña a sus vecinos. Vimos en el capítulo 4 cómo el FMI, mientras aludía al contagio, tomó medidas contra la crisis financiera asiática que de hecho aceleraron la transmisión de la enfermedad, a medida que forzó que un país tras otro se ajustara el cinturón. Las caídas en las rentas llevaron pronto a grandes reducciones en las importaciones, y en las estrechamente integradas economías de la región ello provocó el sucesivo debilitamiento de las naciones vecinas. La región implotó/implosionó y la decreciente demanda de petróleo y otros bienes provocó el colapso en los precios de las mercancías, que causó estragos a miles de kilómetros en otros países cuyas economías dependían de las exportaciones de dichas mercancías.

Entre tanto el FMI se aferró en la austeridad como antídoto e insistió en que era fundamental para restaurar la confianza de los inversores. La crisis del Este asiático se extendió desde allí hasta Rusia mediante el colapso de los precios del petróleo, no merced a ninguna conexión misteriosa entre la «confianza» de los inversores, extranjeros y locales, en las economías del milagro del Este asiático y el capitalismo mafioso ruso. Debido a la falta de una teoría coherente y persuasiva del contagio, el FMI propagó la enfermedad en vez de contenerla.

¿CUÁNDO ES EL DÉFICIT COMERCIAL UN PROBLEMA?

Los problemas de coherencia plagan no sólo los remedios del FMI sino también sus diagnósticos. A los economistas del FMI les preocupan mucho los déficits de balanza de pagos; en sus cálculos, esos déficits son una señal clara de un problema en ciernes. Pero cuando denuncian esos déficits, sueles prestar poca atención a lo que de hecho se hace con el dinero. Si un Gobierno tiene un superávit fiscal (como Tailandia en los años que precedieron a la crisis del 1997), entonces el déficit de balanza de pagos esencialmente surge porque la inversión privada supera el ahorro privado. Si una empresa privada se endeuda en un millón de dólares al 5 por ciento de interés y los invierte en algo que rinde el 20 por ciento, el haber pedido prestado ese millón de dólares no le representa problema alguno. La inversión será más rentable que el coste del endeudamiento. Por supuesto, incluso si la empresa se equivoca y el rendimiento es del 3 por ciento, o cero, no hay problema. El deudor quiebra y el acreedor pierde parte de o todo su préstamo. Esto puede afectar al acreedor, pero no es algo de lo que el Gobierno del país –o el FMI– deban preocuparse.

Un enfoque coherente debe reconocer esto, y también debe reconocer que si un país importa más delo que exporta (es decir, tiene un déficit comercial), otro país debe de estar exportando más de lo que importa (tiene un superávit comercial). Una regla inquebrantable de la contabilidad internacional es que la suma de todos los déficits del mundo debe igualar a la suma de todos los superávits del mismo. Esto quiere decir que si China y Japón insisten en tener un superávit también tienen la culpa. Si Japón y China mantienen sus superávits, y Corea transforma su déficit en un superávit, el problema del déficit deberá aparecer en otra parte.

A pesar de todo, unos déficits comerciales abultados pueden ser problemáticos, porque implica que un país deberá endeudarse año tras año. Si los que aportan el capital cambian de opinión y dejan de prestar, el país puede afrontar agudas dificultades: una crisis. Está gastando más en la compra de bienes en el exterior de lo que consigue vendiendo allí sus bienes. Cuando otros rehúsan seguir financiando la brecha comercial, el país deberá ajustarse velozmente. En algunos casos el ajuste puede ser fácil: si un país se está endeudando mucho para financiar una festiva adquisición de coches (como ocurrió hace poco en Islandia), entonces si los extranjeros se niegan a aportar la financiación, la juerga termina y la brecha comercial se cierra. Pero lo normal es que el ajuste no opere tan suavemente. Y los problemas son aún peores si el país se ha endeudado a corto plazo, de modo que los acreedores pueden exigir ahora lo que han prestado para financiar los déficits de años anteriores, sea que fuese utilizado para financiar consumo ostentoso o inversiones de largo plazo.

No es necesario, empero, empero buscar la venalidad. El FMI (o al menos muchos de sus altos directivos y funcionarios) creía que la liberalización de los mercados de capitales provocaría un crecimiento más rápido de los países subdesarrollados; lo creía con tanta firmeza que no necesitaba contrastarlo con la práctica, y otorgó escaso crédito a cualquier evidencia que sugiriese otra cosa. El FMI nunca deseó dañar a los pobres, y pensó que las políticas que defendía finalmente los beneficiarían; creía en la economía de la filtración, y en este caso tampoco quería observar con demasiada atención los datos que pudieran sugerir otra cosa. Pensaba que la disciplina de los mercados de capitales ayudaría a los países a crecer, y por tanto pensaba que ser útil a los mercados de capitales era de primordial importancia.

Si observamos de este modo las políticas del FMI, su énfasis en conseguir que cobren los acreedores extranjeros antes de ayudar a preservar las empresas locales resulta más comprensible. Quizá el FMI no se haya transformado en el cobrador del G-7, pero claramente trabajó duro (aunque no siempre con éxito) para lograr que los préstamos del G-7 cobraran. Como vimos en el capítulo 4, había una alternativa a sus intervenciones masivas, una alternativa que habría sido mejor para las naciones en desarrollo, y a largo plazo también mejor para la estabilidad global. El FMI pudo haber facilitado el proceso de salida; pudo intentar organizar una moratoria, una interrupción temporal de los pagos, que habría dado tiempo a los países –y sus empresas– para que se recuperaran y relanzaran sus economías paralizadas². Pero las quiebras y las moratorias no eran (y siguen sin ser) opciones preferidas, porque significan que los acreedores no cobran. Muchos de los préstamos carecían de garantía, con lo que muy poco podía ser recuperado.

El FMI temía una cesación de pagos, al quebrantar la santidad de los contratos, socavaría el capitalismo. Se equivocaban en varios aspectos. La bancarrota es una parte no escrita de cualquier contrato de crédito; la ley prevé lo que ha de suceder si el deudor no puede pagar al acreedor. Como la quiebra es una parte implícita de los contratos de préstamo, dicha quiebra no viola la «santidad» de los contratos. Y existe otro e igualmente importante contrato no escrito entre los ciudadanos y su sociedad y el Estado, lo que a veces se denomina el «contrato social». Este contrato exige la provisión de protecciones sociales y económicas básicas, incluyendo oportunidades razonables de empleo. Mientras que procuraba erradamente preservar lo que concebía como la santidad del contrato de préstamo, el FMI estaba dispuesto a destruir el incluso más importante contrato social. Finalmente, fueron las políticas del FMI las que socavaron el mercado y también la estabilidad de largo plazo de la economía y la sociedad.

² “supercapítulo 11”, “super chapter 11” – Conferencia del Banco Mundial sobre flujos de capital, crisis financieras y políticas; 15 de abril de 1999.

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