2ª Parte - Economía por J.E.S.

RESPONSABILIDAD DEMOCRÁTICA Y LOS FRACASOS

Pero nosotros en Occidente desempeñamos un papel que estuvo lejos de ser neutral e insignificante. El FMI se permitió ser despistado porque quería creer que sus programas estaban funcionando, porque deseaba seguir prestando, porque ansiaba creer que estaba remodelando Rusia. Y sin duda ejercitamos alguna influencia en el curso del país: concedimos nuestro imprimátur a los que estaban en el poder. El que Occidente pareciese dispuesto a negociar con ellos –a alto nivel y con miles de millones de dólares- les dio credibilidad; el hecho de que otros no pudieran conseguir dicho apoyo claramente operaba en su contra. Nuestro apoyo tácito al programa de préstamos a cambio de acciones pudo acallar las críticas: después de todo, el FMI era el experto en la transición, había reclamado una privatización tan rápida como fuese posible, y los préstamos a cambio de acciones eran, aunque fuera sólo eso, rápidos. La corrupción no fue evidentemente una causa de preocupación. El apoyo, las políticas –y los miles de millones de dólares de dinero del FMI- no sólo pudieron permitir que el Gobierno corrupto con sus políticas corruptas permaneciese en el poder, sino incluso mitigar la presión en pro de reformas más significativas.

Hemos apostado por favorecer a algunos líderes y promover estrategias concretas de transición. Algunos de esos líderes han resultado ser incompetentes, otros corruptos, y otros han sido las dos cosas a la vez. No tiene sentido aducir simplemente que las políticas eran acertadas pero no fueron aplicadas bien. La política económica no puede predicarse sobre un mundo ideal sino sobre el mundo tal como es. Hay que diseñar las políticas no en función de cómo serían aplicadas en un mundo ideal sino en el mundo real donde vivimos. Se emitieron juicios desfavorables a la exploración de estrategias alternativas más prometedoras. Hoy, justo cuando Rusia empieza a exigir responsabilidades a sus dirigentes, también deberíamos hacerlo con nuestros dirigentes. Los exámenes probablemente no obtendrán calificaciones favorables.

LA OTRA AGENDA DEL FMI

Los nada exitosos esfuerzos del Fondo Monetario Internacional durante los años ochenta y noventa plantean problemáticos interrogantes sobre la manera en la que el Fondo enfoca el proceso de globalización, esto es, sobre cómo concibe sus propios objetivos y cómo procura alcanzarlos como parte de sus papel y misión.

El FMI cree que está realizando las tareas que le han sido asignadas: promover la estabilidad global, ayudar a los países subdesarrollados en transición a conseguir no sólo la estabilidad sino también el crecimiento. Hasta recientemente el FMI debatía sobre si debía atender a la pobreza –era la responsabilidad del Banco Mundial- pero en la actualidad la ha incorporado también al menos retóricamente. Creo, no obstante, que ha fracasado en su misión, y que los fracasos no fueron meras casualidades sino consecuencias del modo en que entiende su misión.

Hace muchos años, la célebre frase del presidente de la General Motors y secretario de Defensa, Charles E. Wilson, «lo que es bueno para la General Motors es bueno para el país», se convirtió en el símbolo de una visión particular del capitalismo estadounidense. El FMI a menudo parece favorecer una visión análoga –«lo que la comunidad financiera opina que es bueno para la economía global es realmente bueno para la economía global y debe ser puesto en práctica». Esto es verdad en algunos casos, pero en muchos otros no lo es. En algunas circunstancias lo que la comunidad financiera cree que favorece sus intereses en verdad no lo hace, porque la ideología predominante del libre mercado empaña la claridad del pensamiento sobre cómo abordar mejor los males de una economía.

¿SE PIERDE LA COHERENCIA INTELECTUAL? DEL FMI DE KEYNES AL FMI ACTUAL

Había una cierta coherencia en la concepción que sobre el Fondo y su papel tenía Keynes (el padrino intelectual del FMI). Keynes identificó un fallo del mercado –una razón por la cual los mercados no deben ser dejados en libertad– que podría arreglarse mediante una acción colectiva. Le inquietaba que los mercados pudiesen generar un paro persistente. Fue más allá. Demostró por qué era necesaria una acción colectiva global, porque las acciones de un país afectan a otros. Las importaciones de un país son las exportaciones de otro. Los recortes en las importaciones de un país, por cualquier razón, dañan las economías de otros países.

Había otro fallo del mercado: Keynes temía que en una severa recesión la política monetaria no fuera afectiva, y que algunos países no pudieran endeudarse para financiar un incremento del gasto o para compensar la reducción de impuestos necesaria para estimular la economía. Incluso un país aparentemente solvente podría ser incapaz de conseguir fondos. Keynes no se limitó a identificar un conjunto de fallos del mercado: explicó por qué una institución como el FMI podría mejorar las cosas, presionando sobre los países para que mantuvieran sus economías en pleno empleo y aportando liquidez para las naciones que afrontaran recesiones y no pudiesen financiar un incremento expansivo en el gasto público, la demanda agregada global podr­ía ser sostenida.

Hoy, sin embargo, los fundamentalistas del mercado dominan el FMI; ellos creen que en general el mercado funciona bien y que en general el Estado funciona mal. El problema es evidente: una institución pública creada para corregir ciertos fallos del mercado pero actualmente manejadas por economistas que tienen mucha confianza en los mercados y poca en las instituciones públicas. Las incoherencias del FMI parecen especialmente problemáticas cuando se enfocan desde la perspectiva de los avances de la teoría económica en las tres últimas décadas.

La economía profesional ha desarrollado un enfoque sistemático de la teoría de la acción estatal por los fallos del mercado, que intenta identificar por qué los mercados pueden funcionar bien y por qué la acción colectiva es necesaria. En el plano internacional, la teoría identifica por qué los Estados individuales pueden no servir al bienestar económico global, y cómo la acción colectiva global, la acción concertada de las administraciones e un trabajo conjunto, a menudo mediante instituciones internacionales, puede mejorar las cosas. El desarrollo de una visión intelectual coherente de política internacional para una agencia internacional como el FMI exige así la identificación de casos relevantes en los que los mercados pueden funcionar, y el análisis de cómo políticas concretas pueden evitar o minimizar los daños provocados por dichos fallos. Debería ir más allá, demostrar cómo las intervenciones específicas son la mejor forma de atacar los fallos del mercado, afrontar los problemas antes de que ocurran y remediarlos cuando surjan. Como hemos apuntado, Keynes presentó un análisis que explicaba por qué los países podían no acometer por sí solos políticas suficientemente expansivas –no tomarían en cuenta los beneficios que ello acarrearía para otros países–. Por eso se intentó que el FMI, en su concepción original, ejerciera una presión internacional a los países para que aplicaran políticas más expansivas que las que escogerían por sí solos. Hoy el Fondo ha invertido su rumbo, y presiona a las naciones, sobre todo a las subdesarrolladas, para que apliquen políticas más contractivas que las que aplicarían por sí solos. Pero aunque el FMI hoy visiblemente rechaza las ideas de Keynes, a mi juicio no ha articulado una teoría coherente de los fallos del mercado que justificaría su propia existencia y proporcionaría una justificación racional de sus intervenciones concretas en los mercados. La consecuencia, como hemos visto, es que el FMI suele fraguar políticas que, además de agravar las mismas dificultades que pretenden arreglar, permiten que esas dificultades se repitan una y otra vez.

Ya hemos encontrado dos de las críticas fundamentales que plantean los gradualistas: «Rápidamente y bien no puede ser»: es difícil diseñar bien unas reformas adecuadas, y la secuencia es importante. Por ejemplo, se necesitan significativos requisitos para que una privatización masiva funcione, y la creación de esos requisitos toma su tiempo*. El estilo peculiar de las reformas rusas demuestra que los incentivos cuentan, pero el capitalismo artificial de Rusia no presentaba incentivos para la creación de riqueza y el crecimiento económico, sino para la liquidación de activos. En lugar de una economía de mercado que funcionase apaciblemente, la apresurada transición llevó a un caótico salvaje Este.

*Si uno liberaliza los mercados de capitales, por ejemplo, antes de crear un clima local atractivo para la inversión –como recomendaba el FMI– uno está invitando a la huida de capitales. Si uno privatiza empresas antes de crear localmente un mercado de capitales eficiente, de una manera que entrega la propiedad o el control a los que están cerca de la jubilación, no hay incentivos para la creación de riqueza a largo plazo, sino para la liquidación de activos. Si uno privatiza antes de crear una estructura reguladora y jurídica para una competencia perdurable, hay incentivos para crear monopolios e incentivos políticos para impedir la creación de dicho régimen de competencia. Si uno privatiza en un sistema federal, pero permite que las autoridades regionales y locales apliquen libremente impuestos y regulaciones, uno no ha eliminado el poder y los incentivos de las autoridades públicas para obtener rentas; en cierto sentido, uno no ha privatizado en absoluto.

EL ENFOQUE BOLCHEVIQUE DE LA REFORMA DE LOS MERCADOS

Si los reformadores radicales hubiesen mirado más allá de su estrecha visión económica, habrían comprobado que la historia enseña muy pocos o ningún final feliz de los experimentos de reformas radicales. Esto fue así desde la Revolución francesa de 1789 y la Comuna de París de 1871, hasta la Revolución bolchevique en Rusia en 1917 y la Revolución Cultural china en los años sesenta y setenta. Es fácil percibir las fuerzas que hicieron surgir cada una de esas revoluciones, pero todas generaron sus Robespierre, sus líderes políticos que fueron corrompidos por la Revolución o bien la arrastraron a los extremos. En contraste, la exitosa «revolución» norteamericana no fue genuina revolución social; fue un cambio revolucionario en las estructuras políticas, pero representó un cambio evolucionista en la estructura de la sociedad. Los reformadores radicales de Rusia intentaron simultáneamente una revolución en el régimen económico y en la estructura de la sociedad. Lo más triste es que finalmente fallaron en ambos objetivos: hubo una economía de mercado en la cual numerosos apparatchiks del partido simplemente fueron investidos con más poderes para controlar y beneficiarse de las empresas que antes habían gestionado, y en la cual las palancas del poder aún permanecían en manos de antiguos funcionarios del KGB. Hubo, empero, una dimensión nueva: apareció un puñado de nuevos oligarcas, capaces de y dispuestos a ejercer un inmenso poder político y económico.

Los reformadores radicales emplearon de hecho estrategias bolcheviques, aunque recurrieran a textos distintos. Los bolcheviques impusieron el comunismo a un país que no lo quería en los años que siguieron a 1917. Sostuvieron entonces que la forma de construir el socialismo era que los cuadros de la élite «lideraran» (a menudo un eufemismo por «obligaran») a las masas hacia el camino correcto, que no era necesariamente el camino que las masas preferían o pensaban que era el mejor. En la «nueva» revolución poscomunista rusa, una elite, encabezada por burócratas internacionales, análogamente intentó forzar un cambio rápido sobre una población reticente.

Los que abogaban por el enfoque bolchevique no sólo ignoraban la historia de dichas reformas radicales; además, postulaban que los procesos políticos operarían de un modo sin antecedente histórico alguno. Por ejemplo, economistas como Andrei Shleifer, que reconocían la importancia del marco institucional para una economía de mercado, creyeron que la privatización –no importaba cómo fuera aplicada– conduciría a una demanda política de las instituciones que gobiernan la propiedad privada.

Cabe pensar en el argumento de Shleifer como en una (injustificable) extensión del Teorema de Coase. El economista Ronal H. Coase, que obtuvo el premio Nobel por su obra, argumentó que para alcanzar la eficiencia son esenciales unos derechos de propiedad bien definidos. Incluso si se distribuían los activos alguien que no sabía administrarlos bien, en una sociedad con derechos de propiedad bien definidos esa persona tendría un incentivo a venderlos a alguien que los podría gestionar eficientemente. De ahí, concluían los partidarios de la privatización rápida, que no fuera necesario prestar mucha atención a cómo se hacía la privatización. Hoy se reconoce que las condiciones bajo las cuales la conjetura de Coase es válida con sumamente restrictivas* –y ciertamente no existían cuando Rusia se embarcó en la transición.

*Este teorema es válido sólo cuando no hay costes de transacción ni imperfecciones en la información. El propio Coase admitió la severidad de esas limitaciones. Asimismo, nunca es posible especificar cabalmente los derechos de propiedad, y ello era especialmente cierto en las economías de transición. Incluso en los países industrializados avanzados, los derechos de propiedad quedan circunscritos por consideraciones del medio ambiente, los derechos de propiedad quedan circunscritos por consideraciones del medio ambiente, los derechos de los trabajadores, la planificación urbana, etcétera. Aunque las leyes puedan procurar clarificar estos asuntos en todo lo posible, con frecuencia surgen disputas que hay que zanjar mediante procesos legales. Por suerte, dado el «imperio de la ley» existe una confianza general en que esto se hace de modo justo y equitativo. Pero no en Rusia.



próximamente la 3ª

Comentarios